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[Text escrit per a la publicació Sòl_1%]
No puedo evitarlo. Cada vez que pienso en una pista de baile, la primera imagen que me viene a la cabeza es la de They Shoot Horses, Don’t They? (Danzad, danzad, malditos). La pista como sala de tortura, como patíbulo. Pero la idea de “bailar hasta morir” no necesariamente conlleva esta dimensión dramática. Se bailaba hasta el límite en las pistas de la Ruta del Bakalao y en los clubs de Northern Soul en Manchester, Birmingham o Blackpool. “Jóvenes que buscaban bailar la noche entera mientras sudaban anfetamina y libertad (…) Se trataba de la liberación que supone ser otra persona desde que sales del trabajo el viernes hasta que te acuestas el domingo”[1]. El cuerpo llevado al extremo como forma de fuga, rebeldía y autoafirmación. Las pistas de baile son lugares de resistencia en todos los sentidos de la palabra.
En casi todos los casos, la pista de baile ha sido siempre una testigo muda de lo que allí ocurre, ofreciendo un pacto de silencio a sus danzantes. Después del baile no queda prácticamente ni rastro de lo que allí sucedió, ya fuera hermoso o terrorífico. Todo se esfuma y la pista queda lista, como una hoja en blanco, para la siguiente sesión.
En 2006, los artistas Philippe Parreno y Douglas Gordon realizaron la película Zidane. Un retrato del siglo XXI. El filme consiste en la grabación, desde distintos ángulos, del futbolista francés del Real Madrid durante todo un partido. Las distintas cámaras seguían al futbolista mientras se desplazaba por el campo, atento al juego, dando instrucciones y preparándose para intervenir con el balón, cosa que sucedió apenas un 4% del tiempo que dura el partido. En el 96% del tiempo restante, la película muestra la imagen de un cuerpo que se desplaza por el terreno de juego, atendiendo a sus reglas, reaccionando a los imprevistos, intentando propiciar algo que le sea favorable. El seguimiento audiovisual, además de dejar fuera de campo el espectáculo del partido de fútbol, registra el baile del futbolista que se convierte en el foco. Pero, al final del partido, el suelo del campo seguía en silencio, sin contar nada, sin recordar apenas la coreografía de tan ilustre bailarín.
Coreografía es una palabra interesante dado que, etimológicamente, incorpora el acto de escribir (del griego “grafo”). Podemos pensar en la coreografía como la práctica de escribir el movimiento, el baile, pero también podemos entenderlo al revés, entendiendo el movimiento como forma de escritura. De esta manera, los movimientos que realizaba Zidane en el campo pueden ser entendidos como una forma de escribir y, en este sentido, la película estaría basada en la edición de un texto. Un texto que la superficie, la pista, se había negado a fijar.
Pensemos ahora en la escritura como una tecnología. En este sentido, en tanto que tecnología, esta práctica debe estar basada en unas herramientas concretas. Según cuenta Ricardo Piglia [2], Kerouac escribió On the Road con un sistema que le permitía no interrumpir la escritura al finalizar la hoja de papel en la máquina de escribir. Inventó un sistema de papel en bobina que le permitía no detener su trabajo y “cambiar la prosa y la narración con esos grandes rush de escritura”. Piglia pone de ejemplo este caso para explicar la importancia de los artefactos técnicos en la escritura. Con esa técnica, el escritor podía dotar a la escritura del ritmo de las largas sesiones con jazz, alcohol y anfetaminas. Otra vez las anfetaminas. Y el cuerpo al límite. Pero, en ese caso, “el rollo” permitió fijar el baile de las letras de la máquina de escribir sobre el papel. Un papel que era partitura y pista de baile a la vez.
SÒL, la propuesta que presentó La Coja Danza en el teatro Círculo Benimaclet bajo la dirección de Raúl León Mendoza, nos ofrecía la posibilidad de pensar en todo esto. Pensar en la tensión entre el baile y el espectáculo, en el papel protagonista del suelo de la pista y, sin quizás haberlo previsto especialmente, proponer un artefacto de escritura que se ponía en manos (mejor dicho en los pies) de todas las personas que acudieron a una pista de hielo sintético sobre la que se podía patinar en el tórrido verano valenciano.
La pista que se instaló en el teatro se componía de grandes planchas de un material plástico que conformaban una àrea rectangular, de casi catorce metros de largo por siete de ancho, que ocupaba toda la sala. Estas planchas fueron fabricadas para este fin: poder montar pistas de patinaje en lugares cálidos que no pueden ofrecer las temperaturas necesarias para mantener el hielo en estado óptimo para patinar y, a su vez, el material ofrece una superficie en la que deslizarse con patines iguales (o parecidos) a los que se usan en las pistas de hielo de verdad.
De la misma forma que en el caso de Kerouac con su novela, fue el dispositivo técnico el que propició, en este caso, una escritura precisa de los movimientos de cada una de las personas que patinaron allí. Como si se tratara de una gran plancha de grabado, los patines iban dejando surcos que definían líneas de movimiento, a veces más suaves o fluidas, otras más torpes o más abruptas. En esta ocasión, la pista sí funcionó como superficie de registro.
Recuerdo las primeras veces que fui a patinar sobre hielo. Era una pista indoor, en Barcelona, a la que íbamos con amigos y amigas de la escuela. Tendríamos doce o trece años y nos gustaba lo exótico de patinar sobre hielo, pero nos gustaba más ir cogidos de la mano, con tal o con cual, mientras sonaba la canción de moda. Recuerdo ese momento en el que todo el mundo tenía que salir de la pista para dar paso a esa gran máquina, conducida por un operario, que devolvía la superficie del hielo a su estado perfecto para el patinaje y borraba el rastro de todas esas románticas y torpes vueltas a la pista de hielo.
En la pista sintética de SÒL, eso no sucedía. No había máquina ni artefacto que devolviera la superficie a su estado original. De forma que la superficie fue grabándose a lo largo de todos los días que estuvo instalada en el teatro, ofreciendo un testigo exacto de todos los desplazamientos, encontronazos y accidentes que tuvieron lugar allí.
Cuando Raúl León me propuso editar una publicación sobre ese proyecto, tuve claro que esa escritura debía ser la base del relato. El suelo era el protagonista y, igual que sucedió con Zidane, había que enfocarlo y dejar fuera de campo otros aspectos del espectáculo. Debíamos hacer un calco, a escala 1:1, de esa escritura y fragmentarla para que fuera la base de esta publicación. Aquí entró en juego, de nuevo, la tecnología. Optamos por usar la técnica del frottage sobre papel de calco químico, usando la copia, y no el original, para evitar que el grafito estropeara la máquina de impresión donde después queríamos imprimir otros contenidos de la edición. La tarea fue titánica y llevada a cabo por tres personas que durante dos días estuvieron poniendo sus cuerpos al límite, de nuevo (calcad, calcad, malditos), para conseguir las novecientas hojas de calco sobre las cuales hemos impreso los cien ejemplares de esta publicación.
De esta forma, la publicación que tienes en tus manos es una pieza única que contiene nueve fragmentos de esa escritura en el SÒL que corresponden al 1% de toda la superficie de esa singular pista de baile en la cual, un verano de 2022, fuimos a patinar sobre hielo en València
[1] Urdampilleta, Txema (2020) “Northen Soul. La tierra de los mil bailes” en Bailar hasta morir. Breve historia de la pista de baile. Antipersona.
[2] Piglia, Ricardo (2016) Las tres vanguardias: Saer, Puig Walsh. Gedisa Editorial. Citado en Antonio Gagliano, Escritura y arte (Universitat Oberta de Catalunya, 2020)